sábado, 30 de mayo de 2015

La Santísima Trinidad. Según el catecismo.



El Padre
I "En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"
232 Los cristianos son bautizados "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19). Antes responden "Creo" a la triple pregunta que les pide confesar su fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu: "Fides omnium christianorum in Trinitate consistit" ("La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad") (S. Cesáreo de Arlés, symb.).
233 Los cristianos son bautizados en "el nombre" del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y no en "los nombres" de estos (cf. Profesión de fe del Papa Vigilio en 552: DS 415), pues no hay más que un solo Dios, el Padre todopoderoso y su Hijo único y el Espíritu Santo: la Santísima Trinidad.
234 El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la "jerarquía de las verdades de fe" (DCG 43). "Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se une con ellos" (DCG 47).
235 En este párrafo, se expondrá brevemente de qué manera es revelado el misterio de la Bienaventurada Trinidad (I), cómo la Iglesia ha formulado la doctrina de la fe sobre este misterio (II), y finalmente cómo, por las misiones divinas del Hijo y del Espíritu Santo, Dios Padre realiza su "designio amoroso" de creación, de redención, y de santificación (III).
236 Los Padres de la Iglesia distinguen entre la "Theologia" y la "Oikonomia", designando con el primer término el misterio de la vida íntima del Dios-Trinidad, con el segundo todas las obras de Dios por las que se revela y comunica su vida. Por la "Oikonomia" nos es revelada la "Theologia"; pero inversamente, es la "Theologia", quien esclarece toda la "Oikonomia". Las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente, el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras. Así sucede, analógicamente, entre las personas humanas, La persona se muestra en su obrar y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprendemos su obrar.
237 La Trinidad es un misterio de fe en sentido estricto, uno de los "misterios escondidos en Dios, que no pueden ser conocidos si no son revelados desde lo alto" (Cc. Vaticano I: DS 3015. Dios, ciertamente, ha dejado huellas de su ser trinitario en su obra de Creación y en su Revelación a lo largo del Antiguo Testamento. Pero la intimidad de su Ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón e incluso a la fe de Israel antes de la Encarnación del Hijo de Dios y el envío del Espíritu Santo.

II La revelación de Dios como Trinidad
El Padre revelado por el Hijo
238 La invocación de Dios como "Padre" es conocida en muchas religiones. La divinidad es con frecuencia considerada como "padre de los dioses y de los hombres". En Israel, Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo (Cf. Dt 32,6; Ml 2,10). Pues aún más, es Padre en razón de la alianza y del don de la Ley a Israel, su "primogénito" (Ex 4,22). Es llamado también Padre del rey de Israel (cf. 2 S 7,14). Es muy especialmente "el Padre de los pobres", del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa (cf. Sal 68,6).
239 Al designar a Dios con el nombre de "Padre", el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef 3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios.
240 Jesús ha revelado que Dios es "Padre" en un sentido nuevo: no lo es sólo en cuanto Creador; Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, el cual eternamente es Hijo sólo en relación a su Padre: "Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27).
241 Por eso los apóstoles confiesan a Jesús como "el Verbo que en el principio estaba junto a Dios y que era Dios" (Jn 1,1), como "la imagen del Dios invisible" (Col 1,15), como "el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia" Hb 1,3).
242 Después de ellos, siguiendo la tradición apostólica, la Iglesia confesó en el año 325 en el primer concilio ecuménico de Nicea que el Hijo es "consubstancial" al Padre, es decir, un solo Dios con él. El segundo concilio ecuménico, reunido en Constantinopla en el año 381, conservó esta expresión en su formulación del Credo de Nicea y confesó "al Hijo Unico de Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre" (DS 150).
El Padre y el Hijo revelados por el Espíritu
243 Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de "otro Paráclito" (Defensor), el Espíritu Santo. Este, que actuó ya en la Creación (cf. Gn 1,2) y "por los profetas" (Credo de Nicea-Constantinopla), estará ahora junto a los discípul os y en ellos (cf. Jn 14,17), para enseñarles (cf. Jn 14,16) y conducirlos "hasta la verdad completa" (Jn 16,13). El Espíritu Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre.
244 El origen eterno del Espíritu se revela en su misión temporal. El Espíritu Santo es enviado a los Apóstoles y a la Iglesia tanto por el Padre en nombre del Hijo, como por el Hijo en persona, una vez que vuelve junto al Padre (cf. Jn 14,26; 15,26; 16,14). El envío de la persona del Espíritu tras la glorificación de Jesús (cf. Jn 7,39), revela en plenitud el misterio de la Santa Trinidad.
245 La fe apostólica relativa al Espíritu fue confesada por el segundo Concilio ecuménico en el año 381 en Constantinopla: "Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre" (DS 150). La Iglesia reconoce así al Padre como "la fuente y el origen de toda la divinidad" (Cc. de Toledo VI, año 638: DS 490). Sin embargo, el origen eterno del Espíritu Santo está en conexión con el del Hijo: "El Espíritu Santo, que es la tercera persona de la Trinidad, es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo, de la misma sustancia y también de la misma naturaleza: Por eso, no se dice que es sólo el Espíritu del Padre, sino a la vez el espíritu del Padre y del Hijo" (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 527). El Credo del Concilio de Constantinopla (año 381) confiesa: "Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria" (DS 150).
246 La tradición latina del Credo confiesa que el Espíritu "procede del Padre y del Hijo (filioque)". El Concilio de Florencia, en el año 1438, explicita: "El Espíritu Santo tiene su esencia y su ser a la vez del Padre y del Hijo y procede eternamente tanto del Uno como del Otro como de un solo Principio y por una sola espiración...Y porque todo lo que pertenece al Padre, el Padre lo dio a su Hijo único, al engendrarlo, a excepción de su ser de Padre, esta procesión misma del Espíritu Santo a partir del Hijo, éste la tiene eternamente de su Padre que lo engendró eternamente" (DS 1300-1301).
247 La afirmación del filioque no figuraba en el símbolo confesado el año 381 en Constantinopla. Pero sobre la base de una antigua tradición latina y alejandrina, el Papa S. León la había ya confesado dogmáticamente el año 447 (cf. DS 284) antes incluso que Roma conociese y recibiese el año 451, en el concilio de Calcedonia, el símbolo del 381. El uso de esta fórmula en el Credo fue poco a poco admitido en la liturgia latina (entre los siglos VIII y XI). La introducción del Filioque en el Símbolo de Nicea-Constantinopla por la liturgia latina constituye, todavía hoy, un motivo de no convergencia con las Iglesias ortodoxas.
248 La tradición oriental expresa en primer lugar el carácter de origen primero del Padre por relación al Espíritu Santo. Al confesar al Espíritu como "salido del Padre" (Jn 15,26), esa tradición afirma que este procede del Padre por el Hijo (cf. AG 2). La tradición occidental expresa en primer lugar la comunión consubstancial entre el Padre y el Hijo diciendo que el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque). Lo dice "de manera legítima y razonable" (Cc. de Florencia, 1439: DS 1302), porque el orden eterno de las personas divinas en su comunión consubstancial implica que el Padre sea el origen primero del Espíritu en tanto que "principio sin principio" (DS 1331), pero también que, en cuanto Padre del Hijo Unico, sea con él "el único principio de que procede el Espíritu Santo" (Cc. de Lyon II, 1274: DS 850). Esta legítima complementariedad, si no se desorbita, no afecta a la identidad de la fe en la realidad del mismo misterio confesado.

III La Santísima Trinidad en la doctrina de la fe
La formación del dogma trinitario
249 La verdad revelada de la Santa Trinidad ha estado desde los orígenes en la raíz de la fe viva de la Iglesia, principalmente en el acto del bautismo. Encuentra su expresión en la regla de la fe bautismal, formulada en la predicación, la catequesis y la oración de la Iglesia. Estas formulaciones se encuentran ya en los escritos apostólicos, como este saludo recogido en la liturgia eucarística: "La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros" (2 Co 13,13; cf. 1 Cor 12,4-6; Ef 4,4-6).
250 Durante los primeros siglos, la Iglesia formula más explícitamente su fe trinitaria tanto para profundizar su propia inteligencia de la fe como para defenderla contra los errores que la deformaban. Esta fue la obra de los Concilios antiguos, ayudados por el trabajo teológico de los Padres de la Iglesia y sostenidos por el sentido de la fe del pueblo cristiano.
251 Para la formulación del dogma de la Trinidad, la Iglesia debió crear una terminología propia con ayuda de nociones de origen filosófico: "substancia", "persona" o "hipóstasis", "relación", etc. Al hacer esto, no sometía la fe a una sabiduría humana, sino que daba un sentido nuevo, sorprendente, a estos términos destinados también a significar en adelante un Misterio inefable, "infinitamente más allá de todo lo que podemos concebir según la medida humana" (Pablo VI, SPF 2).
252 La Iglesia utiliza el término "substancia" (traducido a veces también por "esencia" o por "naturaleza") para designar el ser divino en su unidad; el término "persona" o "hipóstasis" para designar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en su distinción real entre sí; el término "relación" para designar el hecho de que su distinción reside en la referencia de cada uno a los otros.

El dogma de la Santísima Trinidad
253 La Trinidad es una. No confesamos tres dioses sino un solo Dios en tres personas: "la Trinidad consubstancial" (Cc. Constantinopla II, año 553: DS 421). Las personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios: "El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que es el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza" (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 530). "Cada una de las tres personas es esta realidad, es decir, la substancia, la esencia o la naturaleza divina" (Cc. de Letrán IV, año 1215: DS 804).
254 Las personas divinas son realmente distintas entre sí. "Dios es único pero no solitario" (Fides Damasi: DS 71). "Padre", "Hijo", Espíritu Santo" no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, pues son realmente distintos entre sí: "El que es el Hijo no es el Padre, y el que es el Padre no es el Hijo, ni el Espíritu Santo el que es el Padre o el Hijo" (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 530). Son distintos entre sí por sus relaciones de origen: "El Padre es quien engendra, el Hijo quien es engendrado, y el Espíritu Santo es quien procede" (Cc. Letrán IV, año 1215: DS 804). La Unidad divina es Trina.
255 Las personas divinas son relativas unas a otras. La distinción real de las personas entre sí, porque no divide la unidad divina, reside únicamente en las relaciones que las refieren unas a otras: "En los nombres relativos de las personas, el Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el Espíritu Santo lo es a los dos; sin embargo, cuando se habla de estas tres personas considerando las relaciones se cree en una sola naturaleza o substancia" (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 528). En efecto, "todo es uno (en ellos) donde no existe oposición de relación" (Cc. de Florencia, año 1442: DS 1330). "A causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo" (Cc. de Florencia 1442: DS 1331).
256 A los catecúmenos de Constantinopla, S. Gregorio Nacianceno, llamado también "el Teólogo", confía este resumen de la fe trinitaria:
Ante todo, guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Os la confío hoy. Por ella os introduciré dentro de poco en el agua y os sacaré de ella. Os la doy como compañera y patrona de toda vuestra vida. Os doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres, y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin distinción de substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior que abaje...Es la infinita connaturalidad de tres infinitos. Cada uno, considerado en sí mismo, es Dios todo entero...Dios los Tres considerados en conjunto...No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la unidad me posee de nuevo...(0r. 40,41: PG 36,417).

IV Las obras divinas y las misiones trinitarias
257 "O lux beata Trinitas et principalis Unitas!" ("¡Oh Trinidad, luz bienaventurada y unidad esencial!") (LH, himno de vísperas) Dios es eterna beatitud, vida inmortal, luz sin ocaso. Dios es amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios quiere comunicar libremente la gloria de su vida bienaventurada. Tal es el "designio benevolente" (Ef 1,9) que concibió antes de la creación del mundo en su Hijo amado, "predestinándonos a la adopción filial en él" (Ef 1,4-5), es decir, "a reproducir la imagen de su Hijo" (Rom 8,29) gracias al "Espíritu de adopción filial" (Rom 8,15). Este designio es una "gracia dada antes de todos los siglos" (2 Tm 1,9-10), nacido inmediatamente del amor trinitario. Se despliega en la obra de la creación, en toda la historia de la salvación después de la caída, en las misiones del Hijo y del Espíritu, cuya prolongación es la misión de la Iglesia (cf. AG 2-9).
258 Toda la economía divina es la obra común de las tres personas divinas. Porque la Trinidad, del mismo modo que tiene una sola y misma naturaleza, así también tiene una sola y misma operación (cf. Cc. de Constantinopla, año 553: DS 421). "El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de las criaturas, sino un solo principio" (Cc. de Florencia, año 1442: DS 1331). Sin embargo, cada persona divina realiza la obra común según su propiedad personal. Así la Iglesia confiesa, siguiendo al Nuevo Testamento (cf. 1 Co 8,6): "uno es Dios y Padre de quien proceden todas las cosas, un solo el Señor Jesucristo por el cual son todas las cosas, y uno el Espíritu Santo en quien son todas las cosas (Cc. de Constantinopla II: DS 421). Son, sobre todo, las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo las que manifiestan las propiedades de las personas divinas.
259 Toda la economía divina, obra a la vez común y personal, da a conocer la propiedad de las personas divinas y su naturaleza única. Así, toda la vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu Santo; el que sigue a Cristo, lo hace porque el Padre lo atrae (cf. Jn 6,44) y el Espíritu lo mueve (cf. Rom 8,14).
260 El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad (cf. Jn 17,21-23). Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: "Si alguno me ama -dice el Señor- guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14,23).
Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mí mismo para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora (Oración de la Beata Isabel de la Trinidad)

Resumen
261 El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo.
262 La Encarnación del Hijo de Dios revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es consubstancial al Padre, es decir, que es en él y con él el mismo y único Dios.
263 La misión del Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo (cf. Jn 14,26) y por el Hijo "de junto al Padre" (Jn 15,26), revela que él es con ellos el mismo Dios único. "Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria".
264 "El Espíritu Santo procede del Padre en cuanto fuente primera y, por el don eterno de este al Hijo, del Padre y del Hijo en comunión" (S. Agustín, Trin. 15,26,47).
265 Por la gracia del bautismo "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" somos llamados a participar en la vida de la Bienaventurada Trinidad, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz eterna (cf. Pablo VI, SPF 9).
266 "La fe católica es esta: que veneremos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confundiendo las personas, ni separando las substancias; una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la gloria, coeterna la majestad" (Symbolum "Quicumque").
267 Las personas divinas, inseparables en lo su ser, son también inseparables en su obrar. Pero en la única operación divina cada una manifiesta lo que le es propio en la Trinidad, sobre todo en las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo.
Fuente: aciprensa

¿Qué era el “velo del templo” que se rasgó al morir Jesús? El mensaje teológico escondido en un versículo del Evangelio de Mateo


Quisiera amablemente que se me explicara el pasaje del versículo 51 del capítulo 27 del Evangelio de Mateo: “En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo; tembló la tierra y las rocas se hendieron”. ¿Qué significa que el velo del templo se rasgó en dos? ¿A qué velo del templo se refiere el evangelista?

Responde sor Giovanna Cheli, profesora de Sagrada Escritura en la Facultad Teológica de Italia Central.

Qué es el “velo del templo” es fácil de explicar, más difícil es decir por qué el evangelista habla en los términos que expone la pregunta.

En el templo había dos “velos” (cortinas): uno estaba frente al altar del incienso, a donde los sacerdotes accedían cada día; el otroseparaba la zona reservada a los sacerdotes de la del Santo de los Santos, en el que podía entrar sólo el Sumo Sacerdote una vez al año en el Día de la Expiación. Este último velo fue el que se rasgó.

Para dar una idea de lo extraordinario del hecho, el historiador judío Giuseppe Flavio decía que ni siquiera dos caballos unidos a esta gran cortina, habrían podido romperla. Su mantenimiento era realmente una empresa: tenía 20 metros de altura y diez centímetros de espesor, para poderla enrollar se decía que eran necesarios alrededor de setenta hombres.

El velo del templo (en hebreo Parokhetrespondía a las obligaciones que el libro del Éxodo había indicado para la construcción del templo: “Harás un velo de púrpura violeta y escarlata, de carmesí y lino fino torzal; bordarás en él unos querubines. Lo colgarás de cuatro postes de acacia, revestidos de oro, provistos de ganchos de oro y de sus cuatro basas de plata. Colgarás el velo debajo de los broches; y allá, detrás del velo, llevarás el arca del Testimonio, y el velo os servirá para separar el Santo del Santo de los Santos” (Ex 26 31.33).

Todavía hoy en las sinagogas hay colocado un velo (Parokhet) frente al Aron Kodesh (armario sagrado), donde se conservan los rollos de la Torah.

Con estas noticias esenciales, somos capaces de entender la grandeza y la cualidad extraordinaria del evento, al que Mateo une el terremoto, un tipo de eclipses (por otro lado realmente extraordinarios, puesto que en aquellos días de Pascua había el plenilunio y la luna se encontraba al lado opuesto del sol, por lo tanto, no habría podido cubrirlo) y la resurrección de los cuerpos sepultados.

Por lo tanto, esta expresión se inserta en un carrusel de eventos de naturaleza “teofánica” (manifestación de Dios) que enmarcan el último respiro de Jesús. Es precisamente aquí,  en el contexto evangélico, donde se introduce el “desgarro” del velo del templo.

Este modo de decir no pretende ser irreverente con uno de los lugares de culto más queridos en Israel, sino que quiere expresar eficazmente un mensaje teológico. 

Primero que nada me gustaría hacer ver que la grandiosidad de las manifestaciones contrastan con la pobreza de un evento “ordinario”, natural: morir. 

Pero hay otra particularidad que se subraya por los tres evangelistas y es el modo de la laceración del velo: “el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mt 27, 51; Mc 15, 38), “se rasgó por medio” (Lc 23, 45). Los tres evangelistas concuerdan en el hecho que este desgarro no fue desde abajo por deterioro, como sería natural: también Lucas que no habla ni de arriba, ni de abajo, dice que el corte fue en el centro.

El símbolo es muy denso, porque en la Escritura “alto” es el lugar de la trascendencia divina y “bajo” en cambio de la realidad humana.

Sacando las primeras conclusiones, el desgarro del velo del templo fue prodigioso (más allá de las conjeturas que lo ven como consecuencia del terremoto): esto comenzó “de lo alto”, a partir de Dios, es decir, por su iniciativa, como también las demás manifestaciones que ocurrieron alrededor de la crucifixión.

Esta conclusión, por lo tanto, se puntualiza mejor bajo el contexto de toda la narración de la muerte del Señor. La laceración del velo del templo corresponde a la eliminación de lo que se interponía entre el lugar de la alianza y el lugar de la ofrenda y el pueblo. 

Por lo tanto, el último respiro de Jesús borra la separación cultual, es decir, la distancia entre Dios y el hombre es colmada por Cristo. 

Lo explica muy bien la Epístola a los Hebreos cuando dice: “Pero presentóse Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros, a través de una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo. Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna” (9,11).

Los evangelistas quieren decir, en este sentido, que con el evento de la muerte del Señor todos tienen libre acceso a la salvación; o se puede decir con la Epístola a los Hebreos que Jesús es el verdadero sacerdote, con la muerte atraviesa el velo, lo sobrepasa de una vez por todas, realizando el rito de expiación una sola vez y de modo definitivo. Las dos interpretaciones se completan recíprocamente.

Lo más sugerente, que da espacio a una respuesta, es pensar que el signo del velo rasgado expresa plenamente un mensaje teológico muy preciso de doble valencia: Dios está con nosotros todos los días hasta el final del mundo, esto consagra como nueva alianza en su sangre la Resurrección del Señor.

El desgarro del velo lleva a cumplimiento el mensaje: no sólo él está con nosotros sino que nos ha abierto el camino para que nosotros, desde ahora, podamos estar con Él. 

Viene a la mente la bendición de santa Clara a sus hermanas: “El Señor esté siempre con vosotras, y ojalá que vosotras estéis siempre con Él” (FF2858). El “velo”, caído esencialmente, desaparecerá progresivamente incluso frente a nuestros ojos y Lo veremos cara a cara (cfr. 1Co 13,12).
Fuente: Aleteia.org

Formar el carácter en la virtud La vida a la que Dios llama no consiste únicamente en hacer cosas buenas, sino en «ser buenos», virtuosos


La madurez cristiana implica tomar las riendas de nuestra vida, preguntarnos de verdad, ante Dios, qué nos falta aún. Inicia entonces un combate por adquirir, con nuestro empeño y sobre todo la ayuda del Señor, las virtudes.
 
«Cuando salía para ponerse en camino, vino uno corriendo y, arrodillado ante él, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?»[1]. Nosotros, discípulos del Señor, presenciamos la escena con los Apóstoles, y quizá nos sorprendemos ante la contestación: «¿Por qué me llamas bueno?

Nadie es bueno sino uno solo: Dios»[2] Jesús no da una respuesta directa. Con suave pedagogía divina, quiere conducir a aquel joven hacia el sentido último de sus aspiraciones: «Jesús muestra que la pregunta del joven es, en realidad, una pregunta religiosa y que la bondad, que atrae y al mismo tiempo vincula al hombre, tiene su fuente en Dios, más aún, es Dios mismo: el Único que es digno de ser amado “con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente"»[3]
 
Para entrar en la Vida
 
El Señor vuelve enseguida a los términos de aquella consulta audaz: ¿qué debo hacer? «Si quieres entrar en la Vida -responde- guarda los mandamientos»[4].

Tal como lo presentan los evangelios, el joven es un judío piadoso que podría haberse ido satisfecho con esta respuesta; el Maestro le ha confirmado en sus convicciones, porque le refiere a los mandamientos que ha guardado desde su adolescencia[5].

Sin embargo, quiere oírlos de la boca de este nuevo Rabbí que enseña con autoridad. Intuye, y no se equivoca, que puede abrirle horizontes insospechados. «¿Cuáles?»[6], pregunta. Jesús le recuerda los deberes que tienen que ver con el prójimo: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás al prójimo como a ti mismo»[7].

Son los preceptos -la llamada segunda tabla- que protegen «el bien de la persona humana, imagen de Dios, a través de la tutela de sus bienes particulares»[8]. Constituyen la primera etapa, la vía hacia la libertad, no la libertad perfecta, como señala san Agustín[9]; dicho de otro modo, son una fase inicial en el camino del amor, pero todavía no el amor maduro, plenamente cumplido.
 
¿Qué me falta aún?
 
El joven conoce y vive estas prescripciones, pero algo en su interior le pide más; tiene que haber -piensa- algo más que pueda hacer. Jesús lee en su corazón: «fijó en él su mirada y quedó prendado de él»[10].

Y le lanza el desafío de su vida: «Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme»[11].

Jesucristo ha puesto a aquel hombre frente a su conciencia, frente a su libertad, frente a su deseo de ser mejor. No sabemos hasta qué punto ha entendido los requerimientos del Maestro, aunque por su misma pregunta -«¿qué me falta aún?»-, parece como si hubiera esperado otras “cosas para hacer". Sus disposiciones son buenas, aunque quizá aún no había entendido la necesidad de interiorizar el sentido de los mandamientos del Señor.
 
La vida a la que Dios llama no consiste únicamente en hacer cosas buenas, sino en «ser buenos», virtuosos. Como solía precisar nuestro Padre[12], no basta con ser bondadosos, sino buenos, de acuerdo con el panorama inmenso -«uno sólo es el bueno»[13]- que Jesús abre ante nosotros.
 
La madurez cristiana implica tomar las riendas de nuestra vida, preguntarnos de verdad, ante Dios, qué nos falta aún. Nos impulsa a salir del cómodo refugio de quien es un cumplidor de la ley para descubrir que lo que cuenta es seguir a Jesús, a pesar de los propios errores. Dejamos entonces que sus enseñanzas transformen nuestro modo de pensar y de sentir. Experimentamos que nuestro corazón, antes pequeño y encogido, se dilata con la libertad que Dios ha puesto en él: «corro por el camino de tus mandamientos porque has dilatado mi corazón»[14]

El reto de la formación moral
 
El joven no esperaba que “la cosa que faltaba" fuera precisamente poner su vida a los pies de Dios y de los demás, perdiendo su seguridad de cumplidor Y se marchó triste, como sucede a todo aquel que prefiere seguir exclusivamente su propia hoja de ruta, en vez de dejar que Dios lo guíe y le sorprenda. Dios nos ha llamado a vivir con su libertad -«hac libertate nos Christus liberavit»[15]- y, en el fondo, nuestro corazón no se conforma con menos.
 
Madurar es aprender a vivir de acuerdo a unos ideales altos. No se trata simplemente de conocer unos preceptos o de adquirir una visión cada vez más afinada de las repercusiones de nuestros actos.

Decidirse a ser buenos -santos, en definitiva- supone identificarse con Cristo, sabiendo descubrir las razones del estilo de vida que Él nos propone. Implica, por tanto, conocer el sentido de las normas morales, que nos enseñan a qué bienes debemos aspirar, cómo debemos de vivir para alcanzar una existencia plena. Y esto se alcanza incorporando en nuestro modo de ser las virtudes cristianas.
 
Los pilares del carácter
 
El saber moral no es un discurso abstracto, ni una técnica. La formación de la conciencia requiere un fortalecimiento del carácter que se apoya sobre las virtudes como sus pilares. Estas asientan la personalidad, la estabilizan, le trasmiten equilibrio. Nos hacen capaces de salir de nosotros mismos, del egocentrismo, y dirigir el foco de nuestros intereses fuera de nosotros, hacia Dios y hacia los demás.

La persona virtuosa está centrada, posee medida en todo, es recta, íntegra, enteriza. En cambio, quien carece de virtudes a duras penas será capaz de emprender proyectos de envergadura o de dar forma a los grandes ideales. Su vida estará hecha de improvisaciones y bandazos, de modo que no será fiable, ni siquiera para sí mismo.
 
Fomentar las virtudes expande nuestra libertad. Nada tiene que ver la virtud con el acostumbramiento o con la rutina. Desde luego, para que arraigue un hábito operativo bueno, para que cuaje en nuestro modo de ser y nos lleve a obrar el bien con más facilidad, no basta con una sola acción.

La repetición sucesiva ayuda a que se estabilicen los hábitos: nos hacemos buenos siendo buenos. Repetir la resolución de ponerse a estudiar a la hora, por ejemplo, hace que la segunda vez nos cueste menos que la primera, y la tercera algo menos que la segunda…, pero hay que perseverar en la determinación de ponerse a estudiar para mantener el hábito de estudio, que de otro modo se pierde.
 
La renovación del espíritu
 
Las virtudes, humanas y sobrenaturales, nos orientan hacia el bien, hacia aquello que colma nuestras aspiraciones. Nos ayudan a alcanzar la auténtica felicidad, que consiste en unirse a Dios: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado»[16].

Otorgan facilidad para actuar según los preceptos morales, que ya no se ven solo como normas a cumplir, sino como un camino que conduce a la perfección cristiana, a la identificación con Jesucristo según el estilo de vida de las bienaventuranzas, que son como el retrato de su rostro y «se refieren a actitudes y disposiciones básicas de la existencia»[17] que llevan a la vida eterna.
 
Se abre, entonces, un camino de crecimiento en la vida cristiana, según las palabras de san Pablo: «transformaos con una renovación de la mente, para que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, agradable y perfecto»[18].

La gracia cambia el modo en que juzgamos los distintos eventos, y nos da criterios nuevos para actuar. Progresivamente, aprendemos a ajustar nuestro modo de ver las cosas a la voluntad de Dios, que se expresa también en la ley moral, de modo que amamos el bien, la vida santa, y gustamos «qué es lo bueno, agradable y perfecto»[19]. Se alcanza una madurez moral y afectiva en clave cristiana, que lleva a apreciar con facilidad qué es lo auténticamente noble, verdadero, justo y bello, y a rechazar el pecado, que ofende la dignidad de los hijos de Dios.

Este camino lleva a formar, como decía san Josemaría, un «alma de criterio»[20]. Pero, ¿cuáles son las características de este criterio?

En otro momento, él mismo añadía: «el criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad»[21].

¡Qué gran retrato de la personalidad cristiana!: una madurez que nos ayuda a tomar decisiones con libertad interior y hacerlas propias, es decir, con la responsabilidad del que sabe dar cuenta de ellas; unas convicciones fuertes y seguras, basadas en un conocimiento profundo de la doctrina cristiana que alcanzamos a través de clases o charlas de formación, las lecturas, la reflexión y, especialmente, del ejemplo de otros, pues las «verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente»[22].

Esto se conjuga con la delicadeza de espíritu, que se traduce en afabilidad con los demás, y la educación de la voluntad, que se resuelve en llevar una vida virtuosa. Un «alma de criterio», por lo tanto, sabe preguntarse en las distintas circunstancias: ¿qué espera Dios de mí? Pide luces al Espíritu Santo, recurre a los principios que ha asimilado, se aconseja con quien puede ayudarle, y sabe actuar en consecuencia.
 
Fruto del amor
 
Así entendido, el comportamiento moral -que se concreta en vivir los mandamientos con la fuerza de la virtud- es fruto del amor, que nos compromete en la búsqueda y promoción del bien. Un amor así va más allá del sentimiento, que por su propia naturaleza es fluctuante y fugaz: no depende de los humores del momento, de lo que me apetece, o de lo que me gustaría en una determinada circunstancia.

Más bien, amar y ser amado supone un darse, que se funda en el atractivo que originan en el corazón el saberse querido por Dios y esos grandes ideales por los que vale la pena empeñar la libertad: «En la entrega voluntaria, en cada instante de esa dedicación, la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios»[23]
 
La perfección cristiana no se limita al cumplimiento de unas normas, pero tampoco al desarrollo aislado de capacidades como el autocontrol o la eficiencia. Impulsa, más bien, a la entrega de la libertad al Señor, a responder a su invitación: «ven y sígueme»[24], con la ayuda de su gracia.

Se trata de vivir según el Espíritu[25], movidos por la caridad, de modo que se desea servir a los demás, y se comprende que la ley de Dios es la vía privilegiada para practicar ese amor libremente elegido. No es cuestión de cumplir unas reglas, sino de adherirse a Jesús, de compartir su vida y su destino, obedeciendo amorosamente a la voluntad del Padre.
 
Sin ser perfeccionistas
 
Este empeño por madurar en virtudes es extraño a cualquier afán narcisista de perfección. Luchamos por amor a nuestro Padre Dios, es en Él en quien tenemos fija la mirada y no en nosotros mismos. Conviene, por tanto, desechar la tendencia al perfeccionismo, que quizá podría surgir si planteáramos erróneamente nuestra lucha interior según unos criterios de eficacia, la precisión, el rendimiento…, muy en boga en algunos contextos profesionales, pero que desdibujan la vida moral cristiana. La santidad consiste principalmente en amar a Dios.
 
De hecho, la madurez lleva a armonizar el deseo de actuar bien, con las limitaciones reales que experimentamos en nosotros mismos y en los demás.

En ocasiones pueden venir ganas de decir con san Pablo: «no logro entender lo que hago; pues lo que quiero no lo hago; y en cambio lo que detesto lo hago (…) ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte...?»[26]. Sin embargo, no perderemos la paz, pues Dios nos dice, lo mismo que al Apóstol: «Te basta mi gracia»[27]. Nos llenamos de agradecimiento y esperanza, pues el Señor cuenta con nuestras limitaciones, con tal de que nos impulsen a convertirnos, a acudir a su ayuda.

De nuevo aquí, el cristiano encuentra un asidero en la primera respuesta de Jesús al joven: «uno sólo es el bueno»[28]. De la bondad de Dios vivimos sus hijos. Él nos da la fuerza para orientar toda nuestra vida hacia lo que realmente es valioso, de comprender qué es lo bueno y amarlo, de disponer de nosotros mismos con vistas a la misión que Él nos ha encomendado.
 
J.M. Barrio ‒ R. Valdés
[1] Mc 10, 17.
 
[2] Mc 10, 18.
 
[3] SAN JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor (6-VIII-1993), n. 9. Cfr. Mt 22, 37.
 
[4] Mt 19, 17.
 
[5] Cfr. Mc 10, 20.
 
[6] Mt 19, 18.
 
[7] Mt 19, 18-19.
 
[8] SAN JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, n. 13.
 
[9] Cfr. In Ioannis Evangelium Tractatus, 41, 9-10 (cit. en Veritatis splendor, n. 13).
 
[10] Mc 10, 21.
 
[11] Ibidem.
 
[12] Cfr. Camino, n. 337.
 
[13] Mt 19, 17.
 
[14] Sal 118 (119), 32.
 
[15] Gal 5, 1
 
[16] Jn 17, 3.
 
[17] SAN JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, n. 16.
 
[18] Rm 12, 2.
 
[19] Ibidem
 
[20] Camino, al lector.
 
[21] Conversaciones, n. 93.
 
[22] BENEDICTO XVI, Enc. Spe salvi (30-XI-2007), n. 49.
 
[23] Amigos de Dios, n. 31.
 
[24] Mc 10, 21.
 
[25] Cfr. Ga 5, 16.
 
[26] Rm 7, 15.24
 
[27] 2 Cor 12, 9.
 
[28] Mt 19, 17.
Fuente: Aleteia.org

viernes, 29 de mayo de 2015

Marido lee todos los días a su esposa con amnesia su diario. Ella tiene dificultad para recordar los sucesos de su vida, pero él encontró la manera de mantener el amor vivo



¡Ah, el amor! Imposible no conmoverse con historias de amor que se apoderan de nosotros. Por lo tanto, prepara el pañuelo que vamos a hablar de Jack Potter, un señor de 90 años que cada día lee el diario de su mujer con amnesia para mantener el amor entre los dos.

Su mujer, Phillys, sufre demencia y tiene dificultades para recordar los sucesos de su vida, por eso vive en una casa de reposo en Rochester.




Están casados desde hace 70 años y desde que Phillys se enfermó, él le recuerda el día en que se conocieron, bodas, el nacimiento de sus hijos, ... con sus palabras escritas hace años y con fotos, entre otros. El amor es fiel...





Fuente: Aleteia.org


¿Quién es el ángel consolador? Un papa, Benedicto XV, escribió una bellísima oración sobre él



El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios; creado para entrar en la amistad con Dios; puesto por Dios mismo en el Paraíso, es al mismo tiempo el hombre horrorizado, adolorido, apesadumbrado por tanta violencia, tantas escenas de dolor, inclusive dentro de los más inocentes e indefensos. A veces parece cansarnos tantas noticias malas, tantas imágenes de dolor y crueldad. Y ante esto surge en el corazón la pregunta: “¿Qué podemos hacer?”, “¿hay algo que pueda hacer?”.

Esta realidad la recoge el Papa Francisco en su mensaje para Cuaresma de este año 2015 y que lleva por título: “Fortalezcan sus corazones”. En este mensaje el Santo Padre nos llama a no dejarnos absorber por “la espiral de horror y de impotencia”, y para ello propone tres medios:

1. Orar en la comunión de la Iglesia terrenal y celestial

2. Ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a las personas cercanas como a las lejanas. La Cuaresma, dice el Papa, es un tiempo propicio para mostrar interés por el otro

3. Resistir a la tentación diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar el mundo y a nosotros mismos y para ello debemos pedir la gracia de Dios y aceptar nuestros límites.

Todo esto implica, según palabras del mismo Papa, “un camino de formación del corazón”, que nos lleva a tener “un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la globalización de la indiferencia”.

Y esto, hay que decirlo bien fuerte, ES POSIBLE: es posible tener ese corazón misericordioso, abierto a Dios y a los hermanos.

Es posible porque JESUS mismo nos hace capaces. como miembros suyos, de participar en aquella maravilla del amor que es su acto de entrega a Dios Padre en la Cruz. Somos, entonces, no solo beneficiarios, sino que más aún somos participantes del amor expiatorio de Jesús.

De hecho, como cristianos estamos llamados a participar del sacrificio único y perfecto de Jesús en la Cruz y lo podemos hacer entregando y ofreciendo nuestras buenas obras en unión con el sacrificio de Jesús. En esto consiste la expiación: en entregar u ofrecer algo a Jesús, uniéndonos a Su sacrificio en la Cruz, y buscando el bien espiritual de otros.

Y si Jesús, el hijo de Dios, en la debilidad de la carne necesitó la fuerza y el consuelo que le brindó un ángel en su agonía, al que la tradición de la Iglesia le ha dado el nombre de “Angel consolador” o “Angel confortador” (cfr. Lc. 22,43) con cuánta mayor razón nosotros necesitamos este consuelo si realmente queremos vivir esta dimensión expiatoria que se encuentra presente en toda vida auténticamente cristiana.

Hay, por tanto, una colaboración estrecha entre los ángeles y los hombres en este aspecto de la vida cristiana.

Para entender esta colaboración miremos que el Evangelio de San Lucas antes de narrar la aparición del Angel que consuela y conforta a Nuestros Señor, expresa que Jesus oraba diciendo “Padre, si quieres, que pase de mi este cáliz; mas no se haga mi voluntad, sino la Tuya” (Lc. 22, 42).

Es la obediencia a la voluntad del Padre lo que atrae este Ángel sobre Jesús. Es por causa de esta obediencia que el Angel aparece delante del Señor.

El Evangelio de San Lucas, en el que narra la aparición del Angel consolador, no trae ninguna palabra pronunciada por este Ángel. Entonces, ¿cómo el ángel confortó a Nuestro Señor?. El Ángel conforta a Nuestro Señor con su sola proximidad. El Angel no viene a darnos clases, el ángel viene a darnos fuerzas comunicando algo de su propia perfección, y esto lo hace con su sola cercanía.

Pero también el Angel consolador se muestra sereno, no sale huyendo con Nuestro Señor. El Angel contempla todas las cosas desde Dios y ve que Dios prefiere sacar bien del mal, antes que no permitir ningún mal. Por ello el Angel ve que “todo está bien”, que “todo es bueno”, pues es capaz de ver que “a su tiempo todas las cosas cumplirás su fin” 
(Eclo. 39,40)

Asi, en todo tiempo y especialmente en Cuaresma, para ayudar a tantos hermanos en necesidad, para formar nuestro corazón como el de Jesús te invito a que entregues tus obras y las unas al sacrificio de Jesús, obedece en silencio y así tengas un mejor conocimiento que tus superiores, obedece a la Iglesia. Y, por último, acercaste a este Angel consolador, que su sola presencia te llevará a ser alguien mejor sabiendo que todo está dentro de los designios de amor y misericordia de Dios por ti y por los hombres.

Te dejo esta bella oración compuesta por el Papa Benedicto XV a este Angel Consolador: 

“Te saludo, Santo Angel que saludaste a Jesús en el monte de los Olivos. Tú consolaste a mi Señor Jesucristo en su agonía. Contigo alabo a la Santísima Trinidad, quien te eligió de entre todos los Angeles para consolar y fortalecer a quien es Consuelo y la Fortaleza de todos los afligidos. Ante los pecados del mundo y especialmente ante mis pecados, El cayó al suelo lleno de dolor.

Por la honra que tú recibiste y por la disponibilidad, la humildad y el amor con los cuales ayudaste a la santa humanidad de mi Salvador Jesús, te pido me concedas un arrepentimiento perfecto de mis pecados. Consuélame en la tristeza que actualmente me aflige y en todas las otras que van a sobrevenir, especialmente a la hora de mi agonía. Amén”


Fuente:  Aleteia.org