La pereza, según la definió Santo Tomás de Aquino, es la tristitia de bono spirituali, o sea, una de las variantes de la tristeza. El perezoso es, ante todo, un hombre triste. Nada es capaz de reclamar su interés, su atención ni su energía.
- Anda -le dice uno de sus amigos-, hagamos esto hoy mismo.
- Mañana -le responde el perezoso.
- ¿Y por qué mañana?
-¿Y por qué hoy?
Vive postergándolo todo, dejándolo para después; para un después que, como en el caso del avaro, nunca llegará. El perezoso no se entusiasma con nada, y cuando camina una pierna va pidiéndole permiso a la otra para adelantársele. Sus movimientos son siempre lentos y torpes; todo su ser está como drogado por una sustancia de la que ignoramos el nombre pero que seguramente es secretada por la desesperanza. De hecho, según Melchor Cano (1509-1560), maestro de filosofía en la venerable Universidad de Salamanca, la pereza es hija de la melancolía: «Nace de la poca esperanza de alcanzar lo que se desea».
«La maldad de la pereza no radica simplemente en el descuido del deber, aunque éste puede ser un síntoma –escribió a su vez Evelyn Waugh (1903-1966), el novelista inglés-, sino en el rechazo de la alegría. Se relaciona con la desesperación».
«El sexto combate –dice Casiano- es contra el vicio que los griegos llamaban acedía, y que nosotros podemos traducir por tedio, disgusto o ansiedad del corazón. Tiene cierto parentesco con la tristeza y lo experimentan particularmente los solitarios. A ellos, en efecto, ataca de una manera especial esta pasión, y por lo común con una violencia extraordinaria. Sobre todo le atormenta al monje hacia la hora sexta. Entre los ancianos se le designa con el nombre de el demonio del mediodía» (Instituciones X, 1).
El hombre atediado no deja de hacerse a sí mismo esta pregunta: ¿Para qué? Todo le parece inútil, absurdo y sin sentido.
Sin embargo, cometeríamos para con él una injusticia si no aludiéramos a sus grandes talentos intelectuales, a su penetrante agudeza psicológica y, casi diríamos, hasta a su olfato metafísico. El atediado hace (y se hace) inteligentes preguntas; son sus respuestas, más bien, las que no siempre saben mostrarse a la altura de las circunstancias.
He aquí, por ejemplo, lo que me decía hace tiempo uno de ellos:«Supongamos que hago esto y lo otro; que todos los días me levanto a las 5,30 de la mañana para ir al trabajo, que me esfuerzo por ser honrado y diligente; en fin, que soy lo que suele llamarse un trabajador modelo. Bien, ¿me podría usted decir qué sucederá con todo esto después de mi muerte?».
Puesto que vamos a morirnos, pensaba, nada compensa una sola gota de nuestro sudor. Su inquietud, claro, era legítima (vamos a morirnos), pero en vez de ganarle la batalla al tiempo apresurándose a hacer lo que tenía que hacer, se limitaba a cruzar los brazos. He aquí una muestra de la agilidad mental que suele caracterizar al perezoso:
A Nasrudín le gustaba quedarse dormido hasta muy tarde, casi hasta el mediodía, cosa que su mujer no dejaba de reprocharle. «La vida, querido –le decía ésta- es de los que se levantan temprano». Pero Nasrudín no quería saber nada y se limitaba a decir desde su cama: «Esas son tonterías». Cierta mañana la esposa fue a donde su marido roncaba a pierna suelta, lo despertó con violentas sacudidas y le comunicó la noticia de que se había encontrado en la calle una moneda de oro.
-Te felicito –dijo Nasrudín sin reprimir un largo y ruidoso bostezo.
-¿Lo ves? La vida es de los que se levantan temprano.
-Nada de eso –replicó Nasrudín-. Si pensaras un poco caerías en la cuenta de que esa moneda la perdió uno que cometió la tontería de levantarse antes que tú. –Y acomodando la almohada a la redondez de su cabeza, se volvió a dormir.
- Anda -le dice uno de sus amigos-, hagamos esto hoy mismo.
- Mañana -le responde el perezoso.
- ¿Y por qué mañana?
-¿Y por qué hoy?
Vive postergándolo todo, dejándolo para después; para un después que, como en el caso del avaro, nunca llegará. El perezoso no se entusiasma con nada, y cuando camina una pierna va pidiéndole permiso a la otra para adelantársele. Sus movimientos son siempre lentos y torpes; todo su ser está como drogado por una sustancia de la que ignoramos el nombre pero que seguramente es secretada por la desesperanza. De hecho, según Melchor Cano (1509-1560), maestro de filosofía en la venerable Universidad de Salamanca, la pereza es hija de la melancolía: «Nace de la poca esperanza de alcanzar lo que se desea».
«La maldad de la pereza no radica simplemente en el descuido del deber, aunque éste puede ser un síntoma –escribió a su vez Evelyn Waugh (1903-1966), el novelista inglés-, sino en el rechazo de la alegría. Se relaciona con la desesperación».
«El sexto combate –dice Casiano- es contra el vicio que los griegos llamaban acedía, y que nosotros podemos traducir por tedio, disgusto o ansiedad del corazón. Tiene cierto parentesco con la tristeza y lo experimentan particularmente los solitarios. A ellos, en efecto, ataca de una manera especial esta pasión, y por lo común con una violencia extraordinaria. Sobre todo le atormenta al monje hacia la hora sexta. Entre los ancianos se le designa con el nombre de el demonio del mediodía» (Instituciones X, 1).
El hombre atediado no deja de hacerse a sí mismo esta pregunta: ¿Para qué? Todo le parece inútil, absurdo y sin sentido.
Sin embargo, cometeríamos para con él una injusticia si no aludiéramos a sus grandes talentos intelectuales, a su penetrante agudeza psicológica y, casi diríamos, hasta a su olfato metafísico. El atediado hace (y se hace) inteligentes preguntas; son sus respuestas, más bien, las que no siempre saben mostrarse a la altura de las circunstancias.
He aquí, por ejemplo, lo que me decía hace tiempo uno de ellos:«Supongamos que hago esto y lo otro; que todos los días me levanto a las 5,30 de la mañana para ir al trabajo, que me esfuerzo por ser honrado y diligente; en fin, que soy lo que suele llamarse un trabajador modelo. Bien, ¿me podría usted decir qué sucederá con todo esto después de mi muerte?».
Puesto que vamos a morirnos, pensaba, nada compensa una sola gota de nuestro sudor. Su inquietud, claro, era legítima (vamos a morirnos), pero en vez de ganarle la batalla al tiempo apresurándose a hacer lo que tenía que hacer, se limitaba a cruzar los brazos. He aquí una muestra de la agilidad mental que suele caracterizar al perezoso:
A Nasrudín le gustaba quedarse dormido hasta muy tarde, casi hasta el mediodía, cosa que su mujer no dejaba de reprocharle. «La vida, querido –le decía ésta- es de los que se levantan temprano». Pero Nasrudín no quería saber nada y se limitaba a decir desde su cama: «Esas son tonterías». Cierta mañana la esposa fue a donde su marido roncaba a pierna suelta, lo despertó con violentas sacudidas y le comunicó la noticia de que se había encontrado en la calle una moneda de oro.
-Te felicito –dijo Nasrudín sin reprimir un largo y ruidoso bostezo.
-¿Lo ves? La vida es de los que se levantan temprano.
-Nada de eso –replicó Nasrudín-. Si pensaras un poco caerías en la cuenta de que esa moneda la perdió uno que cometió la tontería de levantarse antes que tú. –Y acomodando la almohada a la redondez de su cabeza, se volvió a dormir.
Lo que no se le ocurrió a Nasrudín es que la moneda acaso hubiera estado perdida en la calle desde la noche anterior, pero eso a él no le importaba: él se daba por satisfecho con su juego de palabras. ¡Ay, si sólo jugara con las palabras! Pero no: además juega con el tiempo, y es justamente por eso que el perezoso se expone demasiado; por lo menos un riesgo corre, y es el de llegar a la muerte con las manos vacías. Puesto que es mortal, debería apresurarse y no dejar todo para un mañana en el que quizá ya no estará.
«Si el hombre fuese inmortal –dice Viktor E. Frankl en uno de sus libros (Psicoanálisis y existencialismo)-, podría con razón demorar cada uno de sus actos hasta el infinito, no tendría el menor interés en realizarlos precisamente ahora, podría dejarlos perfectamente para mañana o pasado mañana, para dentro de un año o de diez. En cambio, viviendo como vivimos en presencia de la muerte, nos vemos obligados a aprovechar el tiempo de vida de que disponemos y a no dejar pasar de balde, desperdiciándolas, las ocasiones que sólo se brindan una única vez y cuya suma finita compone la vida».
«Si el hombre fuese inmortal –dice Viktor E. Frankl en uno de sus libros (Psicoanálisis y existencialismo)-, podría con razón demorar cada uno de sus actos hasta el infinito, no tendría el menor interés en realizarlos precisamente ahora, podría dejarlos perfectamente para mañana o pasado mañana, para dentro de un año o de diez. En cambio, viviendo como vivimos en presencia de la muerte, nos vemos obligados a aprovechar el tiempo de vida de que disponemos y a no dejar pasar de balde, desperdiciándolas, las ocasiones que sólo se brindan una única vez y cuya suma finita compone la vida».
Fuente: Aleteia.org
Artículo publicado por Daniel Da Costa
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